Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me parecía tener
las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro
de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo
menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía
todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de
tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto
que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese
esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada
tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de
mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo
oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso
todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba
viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me
importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un
único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como
él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era
privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un
día. También a él lo condenarían.
El extranjero, Albert camus